La palabra “territorio” es una palabra hoy usual para las universidades. Resulta difícil encontrar instituciones que no mencionen, de una u otra manera, el compromiso territorial en sus misiones y planes estratégicos, reconociendo la importancia de conectarse con las comunidades y entornos locales. Esta situación no es casual. Precisamente, refleja un creciente reconocimiento de que las actividades desarrolladas por las universidades deben estar al servicio del desarrollo sostenible y la mejora de la calidad de vida en sus entornos. Docencia e investigación de excelencia, sí, pero íntimamente vinculadas con las necesidades del medio relevante.
Sin embargo, la adopción de una preocupación por los territorios es una cuestión menos evidente que su incorporación a nivel del discurso. En efecto, la verdadera integración de esta dimensión implica un cambio profundo en la forma en que las universidades entienden su rol, yendo más allá de la mera retórica para adoptar prácticas que reflejen una genuina interacción con su entorno. Esto implica la revisión no solo de sus instrumentos de planificación estratégica, sino también cómo se establecen vínculos con actores locales y regionales, cómo se orientan sus carreras y programas y en qué medida la investigación es capaz de proveer información oportuna para los desafíos de sus territorios. La colaboración con entidades locales, ONGs, empresas y gobiernos regionales, entre otros, así como los procesos de evaluación interna de las labores académicas, se convierte en este contexto en un aspecto crucial, permitiendo que la universidad no solo comprenda mejor las problemáticas locales, sino que también contribuya de modo informado a su solución.
Para las universidades estatales este desafío es aún más importante. Estas instituciones tienen la obligación adicional de contribuir al bienestar público. La Ley N° 21.094 de Universidades Estatales señala que estas instituciones deben “contribuir a satisfacer las necesidades e intereses generales de la sociedad”, colaborando en el “desarrollo cultural, social, territorial, artístico, científico, tecnológico, económico y sustentable del país, a nivel nacional y regional, con una perspectiva intercultural”.
El resultado es una especial demanda para este tipo de universidades. El compromiso de la Universidad es en este sentido doble. Por un lado, debemos asegurarnos de que nuestras actividades estén directamente vinculadas a las necesidades y potencialidades de nuestros territorios. Esto implica no solo entender estos contextos, sino también co-crear conocimiento con las comunidades locales. Por otro lado, necesitamos fomentar una cultura institucional que valore y promueva esta vinculación, no solo entre los académicos, sino de modo transversal en la institución.
Nada menos se pide de nuestras instituciones. La tarea no es sencilla, especialmente en un escenario de capitalismo académico que promueve la competencia por recursos externos y que, lamentablemente, suele no asignare el debido reconocimiento a las acciones de extensión y vinculación con el medio. Sin embargo, es precisamente en este contexto donde las universidades estatales pueden y deben marcar la diferencia. Deben abogar por un modelo de educación superior que equilibre las demandas propias del capitalismo académico, hoy dominante a nivel global, con un compromiso firme hacia el desarrollo territorial y los objetivos de desarrollo sostenible. Esto requiere una adecuada reflexión sobre sus políticas y estrategias, valorando las contribuciones que van más allá de métricas tradicionales.
Julio Labraña Vargas
Director de Calidad Institucional
Universidad de Tarapacá